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El ingrediente más notable de la historia colombiana ha sido la violencia. Y la han ejercido todos con el mismo cinismo y con la misma habilidad que promueven dignidades y propósitos. Desde antes de la independencia los más oscuros e implacables hechos se han desatado, con tal escándalo que las páginas del devenir nacional están deshonradas por el odio y los ríos de sangre. Una página, para solo contar una, fue la memorable revolución comunera que tuvo sus luces en estas tierras santandereanas, que tanto han sufrido todas las clases de violencia de que se pueda sufrir. En ese punto, por más que se quiera, no se puede tapar el Sol de la verdad. Miles han sido las víctimas y desastrosas las consecuencias. Ahí todavía están y todavía duelen en el corazón los tantos muertos que dejaron las guerras civiles del siglo XIX. Todavía repercuten los horrores de la guerra de los mil días y todavía se oyen los gritos de esa violencia partidista que se escribe con mayúscula: Violencia.
“Nada más opuesto a la justicia que la violencia”, decía Cicerón. Ninguna razón se puede argüir para aceptarla. Nunca, y en ninguna parte. Las guerras son debilidades de la inteligencia humana, es la incapacidad de perdonar y aceptar al otro, la mezquindad de quien la promueve y la alienta. La fatuidad de la intolerancia y de la negación del diferente, de encerrar en pocas palabras la razón de asesinar, de sostener con la muerte un argumento, de ensañarse con un pueblo porque no piensa o no quiere como quiere el que detenta un poder terrenal, tan pasajero y despreciable como lo son casi todos los poderes. La vida es un don de Dios y quien lo altera incumple el mandato divino que, sin duda, plantea magistralmente fray Luis de León: “Nunca es durable lo que es violento, y es violento todo lo que es malo e injusto”.
Sin duda, estos tiempos y las crecientes iniquidades dejan un sinsabor en la humanidad adolorida que lleva siglos buscando la justicia y la paz. Unos pocos poderosos, dueños de las armas y del negocio de la guerra, están ahí promoviéndola, azuzando el egoísmo, creando la discordia para alcanzar sus sórdidos y narcisos intereses personales, sin importar que entre las víctimas haya niños y niñas, sin importar que el progreso sea para todos. ¡Sin mirar el futuro de sus herederos!
Por Luis Fernando García Núñez