Silencio

A pesar del clamor universal, el silencio es la máxima de estos tiempos. Las calles del mundo pueden llenarse y los gritos de los ciudadanos ser muy fuertes, pero quienes deben prestar atención solo piensan en sus beneficios, en los de sus adláteres, en sus hipócritas financiadores, en los dueños de la poderosa industria de las armas y las drogas. Su incierta presencia es apenas un signo del desprecio que sienten por los pueblos y un atisbo de su imperial poder. Ni las súplicas y las lágrimas de miles de niños y niñas, de ancianos, de mujeres, de artistas son tenidas en cuenta por los poderosos que van en esas fortalezas, custodiados por cientos de jóvenes soldados, por escoltas y mercenarios, con médicos y ayudantes, que deben guardarlos y rendirles pleitesía. A veces, visitan a los enfermos en los hospitales y a los soldados en sus trincheras, y a los sobrevientes para que las fotografías y las instantáneas y los micrófonos y sus reporteros los entrevisten, y digan unas pocas palabras, sutiles y envenenadas, donde juran que esto no puede volver a suceder. ¡Y vuelve a suceder!

Congresos, convenciones, acuerdos, conferencias, reuniones de alta importancia se hacen para promover la paz y los derechos y la libertad, pero los discursos y las palabras de quienes ostentan el poder no son dichos con franqueza, sus gestos, sus aspavientos, los denuncian, los revelan. Cada costosísima convocatoria reúne a estos jefes de Estado para que al final, si se logra, se firme una declaración que manifiesta el interés de seguir dialogando, y de volver a reunirse para que en esas horas de vergüenza puedan los medios de comunicación verlos a todos darse la mano en ese ritual cargado de ridículo, y de impostura, y salir en esas grandes y horribles fotografías en que todos fingen y sonríen y se aplauden. Y así van por el mundo, aunque despreciados y aborrecidos. Los verdaderos omnipotentes, en tanto, especulan…

Por ahí van los ciudadanos del mundo, con pocas esperanzas de ser oídos, desilusionados y pensativos, excluidos y abandonados, pero seguros de que “El hombre, como decía Rabindranath Tagore, se entra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio”. Sí, el clamor de su silencio… ¡un grito que clama paz y pan!

Por: Luis Fernando García Núñez